Cuando el sol apenas comienza a bañar las montañas del occidente salvadoreño, don Jaco ya ha caminado buena parte de su finca. Sus botas desgastadas pisan con firmeza la tierra que conoce desde hace más de veinte años. Con mirada atenta, recorre los surcos donde crecen tomates, güisquiles, chiles y pepinos. No estudió agronomía, pero habla el lenguaje del campo con sabiduría. “Aquí se aprende viendo, fallando, cuidando la planta como si fuera un hijo”, dice con una sonrisa tímida.
Don Jaco representa a los miles de agricultores salvadoreños que, sin reflectores ni aplausos, siguen sembrando en condiciones adversas. Lo hacen sin acceso a asistencia técnica constante, con herramientas limitadas y sin garantías. Aun así, no se detienen. “Nosotros aprendimos empíricamente, porque no tuvimos acceso a estudios. El estudio ha sido el día a día. Nos enfrentamos a plagas, hongos, bacterias, a la lluvia y al sol. Y ahí vamos, aprendiendo”.
Según datos del Ministerio de Agricultura, más del 60 % de los agricultores en zonas rurales no tienen acceso a formación técnica formal. Su conocimiento se hereda, se gana a prueba y error, y se transmite como un legado silencioso.
Un legado sembrado en familia
La finca El Progreso es más que un terreno cultivado. Es el corazón de una familia que trabaja unida para sacar adelante lo que la tierra ofrece. Allí, 35 personas —muchas de ellas parientes— se encargan de sembrar, regar, cuidar, cosechar y empacar. “Aquí trabajamos todos, desde mis papás que sembraban café, hasta mis hijos que ya están aprendiendo. Esta finca nos da de comer, y la cuidamos como se cuida a la familia”.
En El Salvador, más del 70 % de los productores agrícolas son familiares. Son ellos quienes llenan los mercados con productos frescos que, aunque igualan o superan en calidad a los importados, no gozan del mismo respaldo. Carecen de financiamiento, tecnología y acceso a los grandes canales de comercialización.
Comprar local, sembrar esperanza
Don Jaco lo dice sin rodeos: la agricultura nacional necesita que la gente consuma lo propio. “Yo les digo a los salvadoreños que consuman lo que se produce aquí. Tiene más sabor, está más fresco y nos ayuda a todos. Lo que importa, viene en barcos, tarda días, ya no es lo mismo”.
Su llamado no es solo un gesto patriótico. Es una súplica silenciosa por la supervivencia del oficio. Cada tomate, cada güisquil, cada chile representa el esfuerzo de una familia, de un agricultor que lucha cada día contra el clima, las plagas y el olvido institucional.
Don Jaco cuida sus cultivos como se cuida a un hijo: con dedicación diaria, con amor, con entrega. “Los cultivos son como hijos, si los descuidás un ratito, se te pierden. Hay que cuidarlos a diario, protegerlos, alimentarlos. Y cuando dan fruto, uno se siente orgulloso”.
No necesita diplomas para entender el valor de su trabajo. Lo confirma cada día en el sudor que corre por su frente, en las manos que cosechan a su lado y en los alimentos que llegan, con sabor a tierra y esfuerzo, a las mesas salvadoreñas.