En su homilía del 3 de diciembre de 1978, monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez respondió a las acusaciones que le hacían la oligarquía salvadoreña, militares y sectores conservadores de la Iglesia católica de ser un comunista e incitador a la violencia.
En su homilía del 3 de diciembre de 1978, monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez respondió a las acusaciones que le hacían la oligarquía salvadoreña, militares y sectores conservadores de la Iglesia católica de ser un comunista e incitador a la violencia.
“Yo no tengo otra pretensión, no soy más que un predicador de la palabra de Dios”, contestó Romero a la campaña de difamación y se refirió en forma de denuncia pública a la exacerbada violencia estatal de la dictadura que sumaba, según organizaciones de derechos humanos de la época, más de 600 desapariciones forzadas y mil ejecuciones por motivaciones políticas.
Eran tiempos de sombras en El Salvador. Los operativos castrenses se realizaban las 24 horas del día y el objetivo y botín de guerra fueron aniquilar a los opositores políticos y críticos del sistema de los hombres de armas. Se aplicaba la doctrina de seguridad nacional que los Estados Unidos impusieron en todo el continente y que llegó hasta paroxismo de la ejecución del temible Plan Cóndor, coordinando a los Gobiernos autoritarios para aplastar “la subversión regional” al costo que fuera.
Los últimos años de la década de los 70 en el país centroamericano fueron un verdadero imperio del infierno. Los crímenes de lesa humanidad, la regla. Óscar Romero conoció de primera mano el estado de inseguridad y violencia institucional ejercida sin límites en todo el país, los estados de excepción, el sitio policial, los cateos sin orden judicial, las detenciones arbitrarias.
Él caminó entre la población afectada, visitó cantones lejanos, colonias y montañas sitiadas, pasó entre quebradas y ríos en medio de todos los peligros. Fue testigo del dolor humano. Las más de las veces, compartió las lágrimas de un país sin libertades democráticas. Conoció con sus propios ojos y oídos la sed de justicia de un pueblo masacrado sistemáticamente.
Campesinos, obreros, estudiantes, catequistas, padres y monjas fueron perseguidos, torturados y asesinados. A muchos de ellos los conoció en sus luchas y anhelos, y a muchos de ellos enterró bajo el manto de la resignación espiritual con el oficio de los santos sepulcros. Siempre acompañó en sus últimos despidos a las víctimas.
Las calles y parajes fueron convertidas en tumbas clandestinas. Cuerpos desmembrados y exhibidos públicamente fueron otro de los mecanismos del terror psicológico para contener los descontentos sociales. “Esto es el imperio del infierno” denunció Romero, quien fue catalogado inmediatamente por militares, policías y escuadrones de la muerte como peligroso por su fe y como objetivo a destruir.
El 24 de marzo de 1980 en plena misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia fue asesinado por un francotirador bajo las órdenes del fundador de los escuadrones de la muerte y del partido de derechas Arena, el mayor Roberto D’Aubuisson, como lo consigna el informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas.
Tras el crimen de Estado, el pueblo salvadoreño reconoció de inmediato a Monseñor como mártir y guía espiritual. Lo nombró “el caminante de los pobres”, de los cientos de manifestaciones que despertó la indignación por su muerte. Durante su entierro, miles de personas se concentraron en la catedral Metropolitana y desde entonces lo declararon santo, la voz de los sin voz.
Como un presagió a su trágica muerte, ya Monseñor había dicho: “Mi voz desaparecerá. Pero mi palabra, que es Cristo, quedará en los corazones que lo hayan querido acoger”. Y señaló que si la muerte lo alcanzaba no habría por qué temer: “Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
Tres décadas después del crimen aún en la impunidad, el Vaticano coincide con el pueblo salvadoreño y reconoce al Caminante como beato asesinado “por odio a la fe”. Este 23 de mayo será reconocido como figura universal de la lucha por la justicia y contra el olvido, esto es, la universalidad concreta y vital más allá de formalismos y generalidades.
En todos los rincones de El Salvador el pueblo se regocija y celebra la palabra verdadera de su mártir. El tiempo histórico alcanza su cenit. Romero es el pueblo salvadoreño.
Se trata de un momento material de la ética que se fundamenta en la realidad extensa del ser humano Óscar Romero, en su conciencia colectiva, en su corporalidad, en su pulsación vital de entre los pobres faltos de alimento material y espiritual. El mundo y la fe reconocen hoy a Romero