“El dictador Bukele”. La débil y desorientada oposición al Gobierno salvadoreño se ha unido detrás de esa (des)calificación del presidente. Frente a la pérdida de identidad de las dos fuerzas políticas que dominaron el escenario en las tres últimas décadas, todo indica que van tras una unidad para hacer frente al Gobierno.
A los ojos de la población salvadoreña, esencialmente de las nuevas generaciones, nada distingue a la derecha de la izquierda. Las generaciones que padecieron los gobiernos de ARENA y del FMLN les han dado la espalda mayoritariamente. Los jóvenes de hoy ni saben a qué viene y menos se identifican con «El Salvador será la tumba donde los rojos terminarán» o «Revolución o muerte, venceremos».
¿Qué diferencias sustanciales mostraron unos y otros en el ejercicio del poder? Nada cambió entre uno y otro en lo esencial: concentrar el poder económico y hambrear al pueblo; destruir el aparato productivo; privatizar la banca y fortalecer desde el aparato del Estado la economía financiera y usurera.
La irrupción de NB en el escenario político y el crecimiento y fortalecimiento de su liderazgo es el fruto de la decadencia y pérdida absoluta de credibilidad de las viejas fuerzas. NB llegó para establecer un vínculo sólido con la población, sustentado en una visión transformadora de la realidad. Es un proceso que toma su tiempo pero que ya ha comenzado.
Es interesante analizar este fenómeno ante la crisis de la democracia representativa en América Latina. El último informe anual de Latinobarómetro señalaba: «Los latinoamericanos ya no toleran los gobiernos que defienden los intereses de unos pocos, la concentración de la riqueza, la escasez de justicia, la debilidad de las garantías civiles y políticas, así como la tardanza en la construcción de garantías sociales».
Los informes de las consultoras de opinión pública de los últimos años ponen en evidencia el fracaso de las democracias latinoamericanas en lo relativo a resolver los problemas centrales que aquejan a los pueblos. Los ciudadanos ven cada vez más distantes a los políticos.
El consultor ecuatoriano, Mario Durán Barba, afirma en una de sus recientes columnas de opinión: «En Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Colombia, el ánimo de la gente está por el piso. Alrededor del 80 % de la población está angustiada, enojada con los políticos, con la justicia, con la Iglesia, con los medios de comunicación, con todo».
En esa misma columna explica que «la brecha generacional se convirtió en un abismo. Los jóvenes están en la red y no cantan ni al Che Guevara ni la Marsellesa aprista ni los himnos de partidos ni la internacional comunista. Los idearios y programas de gobierno parecen antiguallas escritas en máquina de escribir, mientras la inmensa mayoría de los votantes pasa conectada a la red más de cuatro horas diarias».
Es notoria la rápida caída de imagen de los presidentes apenas asumen sus funciones. El viejo romance entre el mandatario recién puesto en funciones y la opinión pública, que duraba alrededor de los 100 días, ahora se agota de inmediato. Hay excepciones en nuestra golpeada América Latina, pero la generalidad muestra que la paciencia popular se agota velozmente a raíz de las frustraciones que se suceden gobierno tras gobierno.
Poder y legitimidad
Para volver al comienzo, en la unión de las viejas derecha e izquierda y sus «retoños», que unifican su discurso sobreviviente detrás de la calificación de «dictador Bukele», resulta interesante la perspectiva que hace el analista y consultor argentino Amílcar Fidanza. A raíz también de la crisis de la democracia en nuestro continente, indica Fidanza que las disciplinas sociales poseen categorías clásicas que son «pilares de la ciencia política: el poder y la legitimidad».
Así explica su afirmación: «¿Qué significan estos términos? Se los puede definir de manera sencilla, aunque paradójicamente encierran una enorme complejidad: el poder es la capacidad de imponer, sin más y por el medio que fuere, la propia voluntad a los otros; la legitimidad, en cambio, consiste en obtener acatamiento por la creencia en la posesión de determinadas virtudes y valores. Así, el poder versa sobre la coerción, mientras que la legitimidad se nutre del convencimiento, un factor crítico para la salud de los regímenes políticos».
Esto ayuda a comprender la crisis terminal por la que atraviesa la política tradicional salvadoreña. Esa crisis le impide ver que su error central reside en la crítica al presidente Bukele. En efecto, Bukele ganó las elecciones con una mayoría absoluta e inédita las dos últimas elecciones, y a más de tres años de ejercicio del Gobierno tiene una aprobación que supera ampliamente a la totalidad de los presidentes latinoamericanos.
O sea, Nayib Bukele tiene claramente legitimidad. No ejerce su función de manera coercitiva, sino que «se nutre del convencimiento». Su acción de gobierno, su discurso, su vínculo con la población son un todo que se legitima con la evaluación del pueblo. El dictador es lo contrario: impone su poder aun a costa de ir en contra de los intereses de la población.
¿Entonces? ¿Dictadura Bukele?
Las ONG subsidiadas por EE. UU., los viejos medios de comunicación y el autodenominado periodismo independiente, los partidos tradicionales en vías de extinción y una que otra organización empresarial de la vieja derecha deberían rever «sus postulados», porque cada vez se alejan más de los salvadoreños.